Por: Gustavo A. Castro Arias
En muchas organizaciones, especialmente en entornos de alta presión como la aviación, el rumor, el chisme y la desinformación se convierten en dinámicas cotidianas que erosionan lentamente la cultura laboral. Lo que comienza como un comentario inocente en una sala de pilotos o durante el vuelo puede terminar contaminando el ambiente de trabajo, afectando la moral, fragmentando los equipos y debilitando la confianza.
Y aunque pareciera que se trata de temas menores, la raíz muchas veces está en una distorsión profunda del ego. En aviación, el ego no es un enemigo: un ego sano es esencial para tomar decisiones críticas, liderar con claridad y operar bajo presión. Sin embargo, cuando ese ego se transforma en egocentrismo, se vuelve una amenaza silenciosa.
El piloto egocéntrico deja de escuchar, ridiculiza, impone, descalifica y contamina con comentarios disfrazados de franqueza, pero cargados de juicio o superioridad. Lo peor es que, bajo ese modelo, florecen los chismes: cuando no hay espacio para la crítica abierta, para la duda, para la reflexión compartida, los equipos canalizan su incomodidad a través del rumor y la desconfianza. Así se va instalando una cultura en la que se opina sin saber, se habla de los demás a sus espaldas y se normaliza la burla como una forma de liderazgo.
Diversos estudios en psicología organizacional han demostrado que el egocentrismo deteriora el clima laboral, eleva el estrés y genera entornos emocionalmente inseguros, donde la gente prefiere callar antes que ser juzgada. Peor aún: en aviación, donde la vida depende de una buena comunicación, este silencio forzado puede derivar en errores no corregidos, alertas ignoradas o decisiones tomadas sin oposición.
La historia ha mostrado que tragedias como la de Tenerife o la del vuelo 202 de Air Blue no solo fueron errores técnicos, sino fallas humanas nacidas de dinámicas autoritarias y egos intocables. En cambio, cuando el liderazgo nace del respeto, la escucha y el reconocimiento mutuo, la cabina se convierte en un espacio de confianza, aprendizaje y seguridad.
Uno de los mayores cambios culturales que debemos promover en nuestra industria es el reconocimiento de que la verdad operacional no le pertenece a una sola persona, sino que se construye colectivamente. Nadie, por más experiencia o rango que tenga, ve todo, sabe todo o acierta siempre. Por eso, abrir los canales de comunicación en cabina no solo fortalece la seguridad: humaniza la operación. Un piloto que escucha a su copiloto, que valora la observación del técnico o la percepción del auxiliar de vuelo, no pierde liderazgo: gana perspectiva.
Porque en cabina —como en cualquier espacio donde la precisión importa— escuchar no es signo de debilidad, sino de inteligencia. Cuando el equipo se siente libre para hablar, alertar o corregir sin temor a ser juzgado o ridiculizado, lo que se fortalece no es solo el clima laboral, sino la operación misma.
En ese entorno, los errores se detectan antes, las tensiones se disipan, el conocimiento se comparte y la tripulación se convierte en un verdadero sistema de apoyo. No se trata de acallar a los líderes, sino de formar líderes que sepan hablar sin imponer y escuchar sin subestimar. Y en este punto, es imprescindible hablar de la palabra como herramienta de construcción o destrucción. En aviación, como en la vida, las palabras no son neutras. Cada frase, cada comentario lanzado al aire —ya sea dentro de la cabina o en un pasillo del aeropuerto— tiene un impacto. Una palabra dicha con intención hiriente, un comentario cargado de sarcasmo o burla, puede parecer inofensivo para quien lo dice, pero dejar una marca profunda en quien lo recibe.
Hay palabras que derrumban la confianza de un copiloto que apenas inicia su carrera; hay frases que ridiculizan los errores de un colega y siembran inseguridad para vuelos futuros; hay comentarios que descalifican a quienes intentan aprender o proponen cambios, y que terminan silenciando talentos valiosos. En una cultura organizacional sana, la palabra se cuida porque se entiende su poder. Se corrige sin humillar, se enseña sin ridiculizar, se opina sin dañar.
Porque el problema no es el error, sino lo que hacemos con él. Cuando usamos la palabra para señalar desde el desprecio, para transmitir juicios personales disfrazados de experiencia, o para ventilar frustraciones en forma de críticas destructivas, no solo estamos faltando al respeto: estamos sembrando desconfianza, miedo y resentimiento.
Y cuando esta dinámica se normaliza, el grupo aprende que lo mejor es callar, encubrir, evitar conflictos o guardar distancia. El resultado es un entorno frío, mecánico, despersonalizado, donde nadie se atreve a preguntar, a proponer ni a admitir dudas. Pero cuando la palabra se usa para acompañar, corregir con respeto, reconocer el esfuerzo del otro y construir juntos, el equipo florece.
En aviación, como en todo sistema humano de alta responsabilidad, las palabras pueden ser tan poderosas como una buena maniobra o una instrucción clara. Por eso, el liderazgo verdadero se mide no solo por lo que un piloto sabe hacer con sus manos, sino por lo que sabe construir con su voz. La cabina, ese espacio estrecho donde dos personas comparten horas de concentración y decisiones, puede ser una trinchera o un taller de confianza. Lo define lo que se dice. Y cómo se dice. Porque en este sector, destruir con palabras también puede costar vidas. Por eso, construir —con la palabra, con la actitud, con el ejemplo— siempre será mejor.